Mínimo cada noviembre nos acordamos de nuestros queridos, amados, cercanos y lejanos que ya no están con nosotros. Que se hayan ido, muerto, pasaron a mejor vida… como quiera que lo digamos, significa solo una cosa: ya no están con nosotros, ya no pueden interactuar con nosotros. Cualesquiera que sean las relaciones que hemos tenido con ellos, ya no están y la realidad es que no podremos cambiar nada. La muerte es una lección dura para nosotros. Una lección de la impermanencia de la vida. Luego de la muerte comienza el período de ajustes, de adaptaciones que indudablemente va a terminar en algún momento. Terminar bien o mal para nosotros. ¿Qué es lo que queda después?
A veces nos quedan recuerdos, a veces cuentas por pagar, a veces sueños y fantasías que han sido sepultados, a veces se despiertan nuevas fantasías y nuevos sueños. Pero a veces la muerte abre puertas, nos transforma, nos libera, nos hace madurar.
Pocas veces uno puede quedar intacto después de una pérdida así.
Esa pérdida de alguien, tan irrevocable, tan irremediable, tan terminante, siempre ha marcado nuestro alma con dolor y con miedos. No sabemos cómo reaccionar, qué sentir, qué hacer. Usamos mecánicas que aprendimos de nuestro entorno, de la cultura a la que pertenecemos. Y aunque las culturas pueden ser diferentes, casi todas tienes esas mecánicas desarrolladas para calmar el dolor y ayudarnos a transitar en el periodo de la pérdida.
Pero el dolor es incomprensible y se escapa de cualquier intento de control. La razón no nos apoya, la mente se vuelve loca, descontrolada y no quiere entender lo inevitable.
El arte está lleno de miles de obras que muestran esa emoción desbordante que somos incapaces de explicar con palabras simples. Apenas el arte puede expresar esa sorpresa, la impotencia y la consternación ante el hecho de la muerte y su horror. Pintura, música, poesía, cada una de las artes a acogido al tema de la muerte en sus formas.
Solo a través del arte podemos vivir la muerte profundamente, sin entenderla, sin comprender sus razones, como una experiencia directa del alma, y así poder abrazarla.
En toda esta ecuación del dolor, la mente, la pérdida y la adaptación se nos olvida algo muy importante.
La persona que se murió.
La muerte es el momento culminante de la vida, tal vez el más importante. Así que aquel que está en el proceso de la muerte es el que debe importar más que cualquier otra cosa. Ni siquiera nuestro dolor debe importar en los momentos de la muerte y en los 49 días posteriores a ésta.
Así los dice las enseñanzas del budismo tibetano. No es cierto que no haya nada que hacer, puedes hacer mucho por ti y por esa persona. Para empezar, debes cambiar la actitud. Tal vez eso no te quite el dolor pero sin duda alguna lo va a disminuir pero sobre todas las cosas, le va a ayudar en la transición al que se fue.
Aún años después del fallecimiento, tu actitud hacía esa persona es muy importante. Dice Lama Tenzin Wangyal Rinpoche:
“Cuando prendes una vela por alguien y generas compasión, un buen deseo por esta persona, aun cuando ya haya renacido y tal vez ya sea un adulto, quien sabe si con ese acto no le das un respiro de alivio, un momento de paz que vino de la nada. Es como si el universo en ese momento le diera tregua.
Tú, ¿nunca te has sentido así? Tal vez, cuando de repente te sientes bien, sin razón aparente de ello, es porque alguien más prendió una vela por ti”