Las emociones son como el viento: a veces suave, a veces tempestuoso. Durante el día, nuestra mente se ve sacudida por innumerables cambios emocionales. Cada emoción nos arrastra a una actitud, cada actitud despierta una expectativa, y así nos encontramos atrapados en una montaña rusa sin fin.
Desde el momento en que abrimos los ojos hasta que los cerramos al final del día, nuestras emociones nos llevan de un lado a otro, como hojas flotando en un río caudaloso. En este vaivén, perdemos claridad, nos identificamos con lo que sentimos y nos alejamos de la serenidad que habita en lo más profundo de nuestro ser.
Cuando jugamos inconscientemente con la emocionalidad, dejamos de ser los dueños de nuestra propia experiencia. Nos convertimos en marionetas de nuestros estados internos: cuando estamos enojados, todo nos irrita; cuando nos sentimos vacíos, el mundo parece desolador; cuando estamos ansiosos, todo parece incierto. No vemos la realidad tal como es, sino a través del velo de nuestras emociones.
Y así, sin darnos cuenta, al final del día nos encontramos en circunstancias que no elegimos conscientemente, enredados en emociones que nos arrastraron sin permiso. Ha pasado de todo… pero algo nos faltó: calma y paz.
A veces parece que alguien más está viviendo nuestra vida.
Las emociones conectan los pensamientos y encienden la acción, pero si reaccionamos sin consciencia, si sentimos sin querer sentir y actuamos sin elegir realmente, ¿dónde estamos nosotros? Si nuestros pensamientos surgen como ecos de emociones incontroladas, si nuestras percepciones están teñidas por el estado del momento, entonces… ¿quién está dirigiendo esta película llamada “Mi Vida”?
Si no hay espacio para la consciencia, si todo ocurre en automático, si las emociones nos dominan, ¿dónde queda nuestra verdadera libertad?
Cuando las emociones controlan nuestra vida, también gobiernan nuestros pensamientos y determinan nuestras percepciones. En ese estado, no hay espacio para el libre albedrío, ni para la verdadera presencia. Hemos cedido el timón de nuestra existencia.
Pero la calma no es algo que debamos buscar afuera. No está en el silencio de un lugar apartado, ni en el control forzado de las emociones. La calma es la naturaleza misma de la mente cuando cesa la agitación. Está dentro de nosotros, siempre presente, esperando ser redescubierta.
Más allá de la ansiedad, más allá del miedo y la duda, más allá de los juicios y expectativas, existe un espacio abierto e ilimitado. Allí, en ese vasto cielo interno, habita la serenidad. Entrar en él no es complicado: basta con detenernos, respirar y mirar con atención.
Cuando nos asentamos en esa quietud, algo cambia. Todo lo que antes nos arrastraba pierde su fuerza. No es que las emociones desaparezcan, sino que dejan de ser un torbellino. Se vuelven como nubes pasajeras en el cielo o como hojas flotando en un lago en calma. Todo se refleja, pero nada nos perturba.
Este es el verdadero estado de ecuanimidad: nada falta, nada sobra. Todo tiene la proporción exacta para que la mente permanezca clara y serena.
Y con ello, surge otra experiencia sutil pero poderosa: el gozo de estar contigo mismo.
Si la mente en calma es como un lago sereno, también es como una montaña: inamovible, majestuosa, sin miedo al cambio. La montaña no se deja sacudir por el viento ni se derrumba ante la tormenta. Soporta el paso del tiempo sin que su esencia se altere. Desde su cumbre, todo se observa con amplitud, sin aferrarse, sin resistirse, solo siendo.
Cuando cultivamos la estabilidad interna, desarrollamos el elemento tierra en nuestra mente: firmeza, presencia, arraigo. La tierra no duda, la tierra sostiene. No es rígida ni inflexible, sino estable y segura. En su solidez, nos brinda la confianza de que todo puede moverse a nuestro alrededor sin que nos perdamos en el caos.
Así es la mente en su estado natural: una montaña silenciosa que todo lo ve, que todo sostiene, que permanece en su propio ser.
En la quietud de esa montaña interna, finalmente encontramos descanso.